miércoles, abril 29, 2009

En la escuela

Cargo a diario con la duda. Mis manos se dedican al trabajo cotidiano, a hacer como que hago. Y todas las noches, camino a casa, pienso en lo que quiero crear llegando. Abro la puerta, entro y me acuesto a dormir. ¿Valdrá la pena creer que lo mío es esto de la escritura?, me pregunto una y otra vez. Decía Mario Bellatín en un taller al que fui, que atormentarse no sirve de nada, que debemos poner la escritura en automático, permitir que los dedos fluyan a la velocidad de las ideas. Eso es lo que funciona. Ya en la revisión se verá si vale la pena o no lo que hacemos. Me agobia tener tantos proyectos y no concluirlos. Esa es mi constante. Me pre-ocupo en lugar de ocuparme. Una y otra vez hago una lista de lo que tengo pendiente: libro de cuentos, libro de poesía acerca del tiempo, obra de teatro para títeres que ya tiene como nombre ¡¡¡FRIJOLES ASESINOS!!!, novela… De vez en vez reviso la lista, me lamento no avanzar. No avanzo. Más de una vez me rindo. En un rincón sigue mi niño, sentado, paciente, me dice que cuándo nos vamos de campamento, que no lo olvide. Esta vez volteo más a verlo que antes, platico con él más que antes, me lo llevo a volar papalotes, ahora está a un lado de mi. Lo veo emocionado. Quiero llorar con él, pero de alegría. Los hombros me duelen. Estrés. Entonces recibo una llamada. Es Jorge Triana. “Pancho, una amiga maestra quiere hacer un trabajo con los niños de su escuela. La idea es llevar a un escritor y pues le dije que tú eras el indicado.” Jorge Triana es un tipo a quien conocí organizando el primer festival internacional de cine para niños en Guadalajara. Antes lo escuchaba en Radio Universidad programando música guapachosa. Me cae bien desde entonces. Conocerlo fue como encontrar a un hermano mayor. Es quien me saca de casa cuando estoy triste, quien me dice que no me preocupe cuando caigo en rachas de desmadre sin control, es ese niño mayor que no tuve en casa. Su idea la paso por alto. No me imagino ese trabajo. Igual digo que sí.
Semanas después me habla Ceci, amiga de Triana, así dice ella. Me pregunta dónde encontrar mi libro, le digo que en el Exconvento. Va en serio la cosa. Me imagino en un salón de clases platicando. Me entusiasmo.
Después me da una fecha. Me explica que toda la escuela lee el libro y elabora trabajos. Apunto en mi agenda.
Se acercan los días y veo la fecha como una responsabilidad. La emoción comienza a llegar. Me imagino viajando, invitado a una ciudad, a otra, a un país, a uno más, para presentar mis libros, para hablar con los niños. He presentado una vez Se busca príncipe azul, pero diferente, y en tres ocasiones Cuentan de algunas letras, una en Guadalajara, una en Tequila y otra en Tepa. La de Tequila fue equis. Nadie lee, ni ve la dimensión de tener un autor en frente. Igual, la experiencia me gusta. Dicen que conecto muy bien con los niños. Eso quiero hacer. Me gusta. Esos momentos son de los que tengo clasificados como de máxima felicidad.
Le pido a Yessi que me acompañe. Se emociona. Vamos a Guadalajara, no encontramos la dirección de la escuela y llegamos media hora tarde. Conozco a Ceci. Triana, un día antes llamó para recordarme acerca de la cita y para que le contara después cómo me fue. Comenta que las maestras están emocionadas y me comentó que Ceci era guapa. No mentía. Es una escuela pequeña, en un barrio popular, muy cerca del Mercado Felipe Ángeles.
Entramos a la dirección. Ceci nos tiene preparada una mesa llena de fruta, jugo, café y carnes frías. En el mundo de la artisteada, eso se conoce como “catering”. Me siento así. Soy una estrella de rock. Por la puerta observo un pequeño mural. “Bienvenido, Francisco Rojas Cárdenas”, dice y tiene la portada de mi libro al centro.
Estoy muy nervioso. Eso se refleja en mi atuendo. Vengo vestido lo mejor que puedo, bien bañado y perfumado. La ocasión es especial. Lo amerita.
Me lleva al centro del patio la maestra Cristy, que también es guapa. Los niños aplauden. Gritan. Me sonrojo y sonrío. Todos ellos me mandan saludos y yo respondo. No sé qué decir. “Estoy emocionado”, le digo a Cristy, quien me sienta en un sillón desde donde observo lo que los niños prepararon bajo la dirección de ella. Yessi toma fotos de todo. Veo que no era necesario. Cada detalle lo voy a recordar toda mi vida.
Suena música de Era. Niños y niñas hacen una coreografía con mascadas para descubrir a los personajes del libro. Veo a todos los niños frente a mí. Detrás de ellos hay padres de familia. Quiero llorar. Es mejor de lo que he soñado. No dejo de sonreír. Saco mi libretita de apuntes de vez en cuando. Lamento no haber invitado a Rocío Coffeen, mi ilustradora. Pienso en ella mucho.
Los niños me hacen preguntas. Bromeo. Me siento pleno. La felicidad debe ser así, pienso. Los niños ríen y me pongo a sudar cuando decido leerles algo nuevo. Llevo mi carpeta de cuentos sueltos. Tiemblo. Los que hicieron de personajes me acompañan. Curiosean. Leo “Los marcianos llegaron ya”. Todos ponen atención. Ríen. Me doy cuenta en la lectura que debo corregir detalles, pero termino contento porque piden más.
La actividad termina luego de unos 40 minutos. Me invitan a ver una exposición de trabajos que hicieron en todos los grupos. Me levanto y se arrojan los niños hacia mí. Me abrazan. Quiero llorar de nuevo. No recuerdo una manifestación de cariño así en toda mi vida. Me agradecen que los haya visitado. Me piden que escriba una historia de terror. Escucho “Te queremos mucho”. Lo creo. Podría estar así siempre. Casi me tiran.
Veo la exposición. Me acompaña Yessi y las maestras. Me explican de que trata cada trabajo y pongo atención. Me piden que firme autógrafos. Lo hago unos 15 minutos. Entro a la dirección después, y las maestras me agradecen. Casi todas son guapísimas. Me invitan a un viaje. Sé que no iré, pero les digo que quizás. Le pido a Cecy el video de lo que sucedió allí.
Gracias. Gracias siempre, les digo.
Salgo y Yessi me abraza. Jamás me miró como en ese momento. Me dijo que nunca me había visto tan contento y que esto es lo mío. Lo sé. Pero no lo quiero entender.
A todo mundo le cuento la experiencia. Me emociono, pero noto que a nadie le emociona tanto como a mí. Es obvio.
Quiero seguir escribiendo. Me doy cuenta de que esos momentos yo los puedo provocar. Quiero hacer el cuento de terror para ir a esa misma escuela, salón por salón a contarlo. Quiero ir a más escuelas. Quiero que otros amigos escritores vayan también. Me doy cuenta de lo placentero que es recibir estas atenciones, y también que eso es apenas lo de encimita. Otro tipo de placer, pero no menor, es encontrar un texto concluido, al fin. Se trata de placeres por los que debo trabajar más. Si no creo en mí, es un problema que debo resolver. Lo que no se vale es dejar esperando a quienes me ven como alguien grande. La decepción es terrible. La he vivido y si en mí está no provocarla, haré lo que tengo qué hacer.
Voy a una librería. Compro una libreta Moleskin. Es un lujo. Lo vale. Los profesionales en correr autos, compran marcas buenas porque saben lo que es conducir. Yo tomo mi pluma, escribo en esa libreta y me produce mucho placer. Tengo todo. Lo único que no debo tener son pretextos. Cuestión de desearlo, hacerlo y ya, de manera automática, como dijo Bellatín, como lo hago ahora.
Hay momentos que se quedan guardados en la memoria pero que decimos que en el corazón porque nos mueve todo recordarlos. Este es uno de ellos. Así, mientras escribo estas líneas, sonrío, me sale una lagrima, otra, y me siento feliz. Cuando llegue a viejo, quiero tener muchos momentos así, tantos que no pueda dejar de contarlos. Ahora me toca trabajarlos. Sueño más cosas. Mamá dice que sueño demasiado. Le explico que no soy yo, que es el niño que vive dentro de mí y que ahora está aquí a mi derecha, de pie, leyendo lo que escribo y pasándome su brazo sobre mis hombros. Lo miro. Sonrío. Me dice que gracias, me abraza, toco su cara y le digo que no se preocupe, que estoy con él siempre. Lo invito a ver a Aziz Gual, un clown que nos visita el sábado. Lo recuerda. Le gusta que tengamos planes.
“No dejes de escribir”, me dijo Andrea hace tiempo. No lo haré, le digo a mi niño.