Tenía 22 años, estudiaba la licenciatura y estaba molesto
porque me levantaba cada día a las 5 de la mañana para trabajar y así pagar mi
carrera mientras el Iteso mostraba un nivel muy bajo, bajísimo, en algunos
profesores. No recuerdo el nombre de la mayoría de ellos ni lo que impartían, y
a la distancia me doy cuenta de que, en verdad, no tenían idea de lo que
hacían. Entonces observé que muchos no salieron al mundo porque estudiaron y en
esa misma burbuja los emplearon para impartir clases, para vendernos espejitos
o hablar de sí mismos. Quiero hacerlo yo,
pensaba, quiero mejor profesor que ellos pero después de 10 años de trabajar
afuera para tener algo qué ofrecer.
Luego de tres años de
vivir en Tequila, regresé a Guadalajara con la idea de trabajar proyectos
personales y dedicarle tiempo a la docencia a nivel licenciatura. A 14 años de
egresar, la oportunidad llegó con Martha, quien me abrió la puerta para trabajar
con estudiantes de Diseño Gráfico en el Campus Guadalajara Sur de la
Universidad del Valle de México, a un costado del Iteso, por cierto. Pero…
¿diseño? ¿Qué tiene qué enseñar un comunicólogo a diseñadores? Me pregunté.
Ella misma me animó a hacerlo desde mi criterio y mi experiencia como editor y
periodista.
Taller de Comunicación, fue la asignatura. Podía hablar de
arte, de cine, de diseño y sobre todo ser yo mismo, como me recomendó Vida al
encontrarla en los pasillos de la escuela. Con todo el pánico escénico que
aparece antes de cada clase, con un grupo de estudiantes inteligentes,
inquietos y creativos, con una laptop prestada y un proyector que no quería
funcionar, hice lo que pude para que aquella primera clase fuera significativa
para mis alumnos… Y así seguí, entre personalidades que venían desde el
deportista galán hasta la profesional en cosplay, desde el obsesivo por la
perfección hasta el que siempre tuvo sueño, desde la mirada desconfiada hasta
la entrañable. Cada día, desde entonces, se convirtió en un reto constante en
el que debía aprender más, estar al día, abrir os ojos y las orejas para
reconocer las inquietudes y las necesidades de mis alumnos; rompí con el
programa para abordar lo que ellos requerían más y procuré estar al pendiente
de sus preocupaciones. Intenté ser el profesor que quise tener en la
universidad y en el camino me equivoqué, después acerté, luego cometí errores y
traté de corregirlos. Nunca dejé de aprender.
Me vi en los chicos de Comunicación, aprendí de honestidad con los de Arquitectura,
me sorprendí con los de Diseño Industrial, me reencontré con los de Gráfico,
pero en todos los casos me apasioné hablando de profesionalismo, de cómo es el
ingreso a lo laboral, de lo importante que es encender una antena para
contemplar de manera distinta, de que sí pueden transformar su entorno y
contribuir a mejorar el mundo a partir de lo que hacen.
Hoy es mi último día aquí. Vengo a entregar calificaciones y
a ver (en muchos casos por última vez) a mis alumnos. Sólo espero haber dejado algo en ellos, en uno al menos.
Deseo que se suelten, que sean libres, que aprovechen cada momento en la
universidad, que se diviertan siempre con lo que hacen, que se apasionen y
dejen de ser tibios, que abran los ojos y reflexionen, indaguen y cuestionen
todo, que sean críticos y sean quienes jalen a sus profesores sin esperar a ser
jalados por ellos, que trabajen porque ese es el único medio para llegar a la
inspiración y la creatividad.
En 10 días estaré lejos, en otra ciudad, en otro país, frente
a un nuevo reto, como me gusta, moviéndome como lo hago en cada proceso, pero
convencido de que quiero regresar a las aulas para renegar con los que no
despiertan y reír con los demasiado despiertos; quiero volver a planear un
curso y a encender antenas, porque estoy convencido de que el aprendizaje nunca
termina y los ánimos no cesan. Esto es parte de lo mío, de quien soy, de lo que
me divierte y me gusta hacer.
En UVM viví este lado universitario de manera intensa:
estudié una maestría donde aprendí de mis compañeros y me inconformé, extrañaré
las repentinas, las charlas con mis alumnos al final de clase, sentarme a
trabajar en la sala de maestros con un café cargado, contar chistes malos y
hacer bromas que sólo yo entiendo, hacer preguntas que vayan más allá,
despertar la musa ajena, salir a visitas capaces de sorprender y de provocar
asombro, ser el malo generando estrés y sonreír mientras disminuyo la presión, escuchar
las barbaridades cándidas y rudas de mis estudiantes, maravillarme con su talento
y desesperarme de que no sepan qué hacer con él, acompañar y siempre ser el que
más aprende.
Sólo me resta agradecerles, a todos (alumnos, compañeros y maestros), por esta etapa y por
sacarme del hoyo mientras recuperaba el sentido. Ahora estoy más despierto, más
vivo que nunca. Gracias.